Also by Jordi Jon Pardo —
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El aparcamiento del estadio acoge las oraciones de un pequeño grupo de musulmanes senegaleses. Está anocheciendo y Famara reza en el asfalto, apoyando su cabeza en una pequeña alfombra. Cuatro grandes focos alumbran el césped del Antonio Peroles, el estadio municipal de Roquetas de Mar. Una gran grada azul se erige al oeste, casi vacía. Los asientos están cubiertos de una arena blanca. Adentro, en los vestuarios, veinte chicos se visten de verde. Famara aplaude en el túnel cuando sus jugadores saltan al campo. Famara es el presidente, entrenador y en ocasiones defensa central de este equipo de jóvenes senegaleses. Entre ellos hablan en wólof, su lengua nativa, y representan a Cuevas del Almanzora, el pueblo andaluz donde viven.
Esta noche se enfrentan a sus paisanos que viven en Roquetas. Algunos, sobre todo los que llegaron hace poco, no entienden el castellano, a pesar de trabajar en España, la mayoría en el campo y sus invernaderos.
El partido comienza a un gran ritmo. Los jugadores corren velozmente y rematan en el aire. Por un momento, solo se oyen las órdenes de Famara, que grita desde la banda. La intensidad del juego aumenta en los minutos finales. Un testarazo decanta el marcador dos a uno para los jugadores de Cuevas. El pitido final desata una alegría contenida, los rivales son amigos, ellos también cruzaron el Mediterráneo en una apuesta por el destino. Se despiden bromeando, riendo, y toman fotografías como recuerdo. Son las diez de la noche y no hay tiempo para darse una ducha. A cada grifo del vestuario lo acompaña un cartel que pide ahorrar agua. El sureste de España es la zona más seca de Europa y en su corazón se encuentra el mayor complejo agroindustrial del mundo, donde siete de cada diez trabajadores son migrantes.
Los jugadores regresan en coche a Cuevas del Almanzora, al este de la provincia de Almería. A la mañana siguiente, se levantan para ir al trabajo o a clase. A plena luz del día, la región se siente un desierto, un erial poblado de palmeras salvajes. El último temporal ha arrancado plásticos de los invernaderos que se han enredado en las ramas de los árboles. Varias islas verdes rodean las pedanías y anegan los cultivos de los cortijos. Los cotos de caza se extienden por los olivares que alcanzan los pies de las cordilleras béticas, marcadas por el viento y la lluvia.
Cuevas del Almanzora debe su nombre a unas antiguas cuevas y al río Almanzora. Su gente es humilde y su clima es cálido, incluso en invierno. Uno de cada tres habitantes nació en el extranjero, sobre todo en Marruecos o Senegal. Muchos migrantes africanos viven en el casco antiguo que rodea la Iglesia de la Encarnación, donde una vez hubo una mezquita, derribada en el siglo XVIII. Las calles son angostas, con adoquines nuevos y de viejas fachadas señoriales. Algunas casas están abandonadas, prácticamente en ruinas. Los gatos callejeros invaden las parcelas vacías. En una de las parcelas ahora se hospeda una colonia de adelfas.
En 2006, Famara se jugó la vida cruzando el estrecho entre España y Marruecos. Apenas tenía veinte años. “En un cayuco y muchas horas”. En total fueron nueve días de travesía desde Casamanza, al sur de Senegal. Los primeros meses los recuerda conociendo a su esposa, trabajando en patatales y aclimatándose a su nueva vida en España. Primero en Madrid, en casa de su suegro. “En Madrid no podía quedarme porque hay mucha vigilancia”. El 13 de junio de 2007 se mudó a Cuevas del Almanzora, aquí era más fácil encontrar trabajo sin documentación. Dieciséis años después, la vida de Famara ha cambiado mucho. Hoy vive con sus hijos, su esposa y su hermano pequeño en un moderno piso con plaza de parking donde aparca su coche híbrido. Antes compartía apartamento con su amigo Bassir, en uno de los bloques de las afueras. Bassir es también su colega, ambos trabajan como jardineros alrededor del Levante Almeriense, permitiéndoles un nivel de vida que en Senegal es muy difícil de alcanzar.
“Cuando llegué a Cuevas ya se juntaban los senegaleses para jugar”. Famara recuerda a los chicos organizando partidos ese verano de 2007. Con el paso del tiempo fueron reuniendo recursos: balones, medias, cantimploras… e incluso un patrocinio con una empresa local agrícola que costeó su primera equipación. Su escudo es el logotipo de la Comunidad Económica de Estados de África Occidental. En el torso se puede leer: Asociación Deportivo Cultural y Social de los Inmigrantes Africanos de Cuevas del Almanzora. Famara es su presidente desde su fundación en 2019. “Aunque casi todos somos senegaleses, también hay gente de Guinea, Gambia… por eso llevamos el escudo de la CEDEAO, que nos representa a todos”.
El equipo de Famara acoge a los recién llegados a Cuevas del Almanzora a través del fútbol. En la asociación hay unas doscientas personas inscritas y cada año juntan veinte euros por cabeza. El dinero va destinado a ayudarse entre ellos. “Si una persona tiene un problema, por ejemplo de salud, usamos el dinero para curarla”, cuenta Famara, sobre un proyecto, su equipo, que ya es más que un club.
Treinta chicos senegaleses descienden al Almanzora. Son las siete de la tarde y los jóvenes han quedado para entrenar en su cauce desierto, totalmente seco por la escasez de lluvias y, según cuentan los vecinos, también por las prácticas agroindustriales de los últimos tiempos.
Los jóvenes entrenan muchos días del año, exceptuando los lunes, los días de lluvia y las tardes frías de invierno. Toda la atmósfera del Almanzora es masculina, con la excepción de alguna niña, que juega en los alrededores esperando a su padre o hermanos. En la provincia de Almería, nueve de cada diez senegaleses son hombres y muchos de ellos están ahorrando para que sus allegados lleguen a España en mejores condiciones.
“Hace años que se instalaron estas porterías, así que en vez de agua hay fútbol, nunca corre el agua, solo corren ellos”, cuenta Francisco, vecino de Cuevas del Almanzora, quien contempla acodado en la baranda del río cómo los jugadores tocan el balón. El polvo se eleva, aspirado hacia el cielo y cuando el juego se agita, los chicos desaparecen en un torbellino de arena.
Ellos son el otro equipo de Cuevas, los del río Almanzora, los jugadores de Famara. En el equipo oficial del pueblo, el Cuevas C.F., no juegan senegaleses. El Cuevas C.F. está en la Primera Andaluza de Almería, que equivale al séptimo nivel de competición de la Liga Española de Fútbol. “No hay chicos senegaleses porque no los conocen”, explica Famara, que ha sido uno de los pocos senegaleses que pudo federarse. Llegó a jugar en el Cuevas C.F. en 2017 durante unos meses, su último baile. “Necesitaban un defensa para acabar la temporada y me lo pidieron”, cuenta Famara. Sin embargo, su verdadera carrera la hizo como central en el A.D. Los Gallardos, donde estuvo seis temporadas defendiendo la camiseta del pueblo vecino. “Fui el primer jugador negro de la historia del club”. En 2010 ganaron la liga. Era la primera temporada de Famara como jugador de fútbol en España. También recibió el premio a la deportividad por una proeza: solo vio una tarjeta amarilla en toda la competición. “Corría más que nadie”, explica Famara, que exhibe el trofeo distintivo en un estante de su salón. El peso del metal sostiene una bandera de Senegal que queda colgando justo encima del televisor. Famara y su hermano pequeño, Elhadji, están viendo un encuentro entre el FC Barcelona y el Atlético de Madrid. Ambos son hinchas del Real Madrid, así que han apostado por el empate, aunque está ganando el Barcelona. “Mi vida es el fútbol”, reconoce Famara, que no se ciñe al entretenimiento de La Liga española, también sigue la Premier inglesa, la Bundesliga alemana o la Calcio italiana. Famara esboza una sonrisa cuando le preguntan cómo hace para ver cualquier partido de fútbol europeo desde casa.
En el equipo de Famara hay decenas de chicos, aunque casi todos nacieron en el sur de Senegal, trabajan en el campo de Almería y comparten el fútbol. Ibrahima es el guardameta destacado. “Es un gran portero”, dice Famara. Aparte de atajar balones para sus compatriotas, también es el portero titular del C.D. Mojácar, otro pueblo vecino, que también juega en la Primera Andaluza de Almería.
Ibrahima llegó a Cuevas en 2018, antes estuvo un tiempo en Italia. Habla y domina tantos idiomas como un intérprete: wólof, mandenká, francés, italiano y español. Tiene 27 años y comparte apartamento con otros chicos senegaleses de Cuevas. Cruzó el Mediterráneo hace siete años, de Túnez a Sicilia, unos trescientos kilómetros de travesía marina.
Ibrahima ha faltado a los últimos entrenamientos del C.D. Mojácar porque no tiene transporte desde Cuevas del Almanzora, que se encuentra a veinte kilómetros del estadio. “Me suele llevar un compañero pero está enfadado con el club”, explica Ibrahima. Mientras tanto, entrenar con sus paisanos de Cuevas le ayuda a mantenerse en forma.
El equipo de Famara ha alquilado el campo municipal del pueblo por cincuenta euros. Han hecho dos equipos: los más veteranos y los más jóvenes. Los mayores visten la primera equipación de amarillo y los jóvenes de verde. Calientan haciendo rondos. A diferencia de la estrategia y táctica que buscan los clubes convencionales, el objetivo del equipo de Famara es disfrutar del fútbol.
Famara defiende la zaga de los veteranos, que ganan tres a cero al descanso. Ibrahima se queda en la misma portería para jugar la segunda parte con los jóvenes. “Me lo han pedido”, dice Ibrahima, que es el único jugador que se enfunda las manos por vocación. Desde el inicio de la segunda parte, Ibrahima grita permanentemente órdenes a sus compañeros. La defensa se contagia de la seguridad que transmite Ibrahima. Se anticipa a todos los ataques y maneja las dos piernas para deshacerse de la presión. En las jugadas a balón parado, sus puños se erigen por encima de todos, despejando el esférico al cielo de Cuevas. Las ganas de los jóvenes no culminan la remontada y el partido acaba tres a dos.
Famara tuvo el mismo problema que Ibrahima, tampoco podía llegar por cuenta propia al estadio de Los Gallardos cuando era jugador. “La directiva se volcó conmigo y me llevaban a los entrenamientos y a los partidos”. Famara habla con especial cariño del presidente, Paco Picante, “un hombre de fútbol, una buena persona”, dice Famara. Coincidir con él le cambió la vida. “Nos conocimos en una obra en Mojácar”, recuerda Picante. “Yo era el encargado de carpintería y vi a Famara, a través de un ventanal, que estaba cavando el hoyo de una piscina él solo. Me impactó mucho su actitud. Empezamos a hablar de fútbol y a los pocos días ya entrenaba con nosotros”. Picante cree que los clubes de la provincia no se implican con los migrantes, que suelen ser chicos muy jóvenes, incluso adolescentes, empujados al denominador común de la soledad y el campo. “A los clubes de la zona no les interesa lidiar con la situación de los migrantes, normalmente porque son indocumentados. Los españoles también hemos emigrado, deberíamos ser más humanitarios”, expresa Picante, quien reconoce que el fichaje de Famara también cambió la historia del club. “Fue nuestro primer jugador de color, el primero de muchos”.
A través de las décadas, vivir en el Sureste se ha convertido en un mal menor para miles de migrantes. Sus vidas dejan historias de resiliencia como las de Famara y su equipo, que han convertido el Almanzora en un lugar donde cobra sentido la vida de mucha gente. Las voces en wólof, los niños pululando alrededor y el gran cauce seco, resonante de los gritos de varias generaciones que persiguen un balón.